La evolución humana moldeó nuestros cerebros para enfrentar peligros inmediatos y para responder a entornos naturales. Hoy, sin embargo, nuestras mentes lidian con una avalancha de estímulos digitales que exigen atención constante. El concepto de «sobrecarga de información», popularizado por Alvin Toffler en los años 70, describe cómo el volumen de datos puede superar nuestra capacidad de procesarlos, alterando nuestro equilibrio interno o homeostasis. Las tecnologías modernas, diseñadas para captar nuestra atención, están transformando radicalmente nuestra forma de interactuar con el mundo y entre nosotros mismos.
El neurólogo Richard E. Cytowic explora en su libro Your Stone Age Brain in the Screen Age: Coping with Digital Distraction and Sensory Overload cómo nuestros cerebros, que han cambiado poco desde la Edad de Piedra, están mal preparados para la velocidad de la cultura moderna y las tecnologías digitales. Según Cytowic, aunque nuestra biología es adaptable, las demandas tecnológicas actuales superan con creces lo que nuestros cerebros pueden manejar.
La raíz del problema, explica, radica en los límites energéticos del cerebro. Este órgano, aunque extraordinariamente eficiente, solo puede realizar una cantidad limitada de trabajo antes de fatigarse. El estrés generado por la sobrecarga de información crea un ciclo que comienza con la sensación de estar abrumado, seguida de distracción y, finalmente, errores. Responder a esta sobrecarga requiere limitar la cantidad de estímulos o encontrar formas de manejar el estrés.
Nuestro cerebro prehistórico no da más de sí
El término «sobrecarga de información» no es nuevo. En 2011, los estadounidenses consumían cinco veces más información al día que en 1986. Desde entonces, la dependencia de dispositivos digitales ha seguido creciendo. Un estudio de Microsoft en Canadá incluso afirmó que la capacidad de atención promedio ha caído por debajo de los ocho segundos, aunque esta conclusión es cuestionada por algunos investigadores. En cambio, estudios más rigurosos como el de Gloria Mark en la Universidad de California, Irvine, muestran que nuestra atención en pantallas cayó de 150 segundos en 2004 a solo 47 segundos en 2012.
El cerebro humano procesa estímulos visuales más rápido que los auditivos debido a la evolución. Nuestros ancestros dependían más de la visión para detectar amenazas inmediatas, y este sesgo sigue siendo evidente hoy. Sin embargo, el flujo constante de estímulos visuales provenientes de pantallas crea una demanda incesante en nuestras redes neuronales. Además, las notificaciones y alertas de los dispositivos modernos están diseñadas para interrumpirnos, un fenómeno que los investigadores llaman «interrupción autoinfligida».
Las consecuencias de esta sobreexposición van más allá de la simple distracción. Cambiar repetidamente entre tareas, conocido como atención alternante, tiene un costo energético alto. Superar este límite puede llevar a la fatiga mental, bloqueos de pensamiento y pérdida de memoria. Sin embargo, Cytowic argumenta que no todo está perdido. Herramientas como temporizadores digitales o recordatorios visuales pueden ayudarnos a tomar descansos periódicos, aliviando parte de la carga cognitiva.
A medida que la tecnología sigue evolucionando, también lo hace su impacto en nuestra biología. Al igual que el escepticismo inicial hacia los trenes de alta velocidad en el siglo XIX, hoy enfrentamos preocupaciones sobre cómo las tecnologías digitales afectan nuestra mente. Sin embargo, mientras los trenes solo requerían que nuestros cuerpos se adaptaran a nuevas velocidades, la revolución digital exige algo más profundo: una reorganización de nuestras prioridades cognitivas y una reevaluación de cómo manejamos nuestra atención en un mundo hiperconectado.
La conclusión de Cytowic es clara. Para sobrevivir y prosperar en esta era digital, debemos reconocer los límites de nuestro «cerebro de la Edad de Piedra» y buscar soluciones que nos permitan equilibrar las demandas de la tecnología con nuestras capacidades biológicas.