Murió Maradona, dicen en la FM. Augusto deja de tipear y se mira con los demás compañeros de oficina que están igual de congelados. Ninguno habla, transitan ese mismo vacío con la atención puesta en la abrochadora, un clip, un par de gomitas, una vieja carpeta de folios. Prenden el televisor de la cocina y comprueban lo irremediable: El Diez se ha ido.
Cientos de periodistas compiten por la frase más original. Augusto sale del edificio, cruza la calle, se mete en el bar del Polaco. Voy a llamar al viejo, piensa. Se da una palmada en la frente y se dice sos un boludo, cómo te vas a olvidar que el viejo lleva muerto cinco años. Sus pensamientos son un malambo. Pide un whisky doble. El barman se lo sirve y él le dice si puede bajarle el volumen a la televisión. Prefiero el silencio, ¿sabés? La noticia recorre el mundo más rápido que el alcohol su cuerpo. Aunque sin sonido, la tele rememora el gol a Grecia en el mundial de Estados Unidos, el pase al “Cani” rodeado de piernas brasileñas en Italia 90, un cabeza con Pelé en un estudio de televisión, y Augusto cada tanto deja de mirar el piso y levanta la cabeza, no sabe cómo hacer para extirpar ese nudo en la garganta. No puede ser, se repite, es imposible. Termina de tomar, se cuelga mirando el fondo del vaso, palpa la ausencia y llora apoyado en la barra: son lágrimas que surfean el planeta. Le pega tal piña a la barra que le sangran los nudillos.
—Y… sí —dice el Polaco que se le acerca—, estamos todos igual, viejo. No se puede creer. ¿Qué gracia va a tener ahora ver fútbol? Pero…, ¿sabés algo? Hay que seguir, mi amigo, no se puede aflojar. No, no, de ninguna manera. Ahora: a inflar bien grande el pecho, a putear a los tanos…, infiltrarse el tobillo y seguir… Sí, carajo: seguir…, porque así lo hubiera querido El Diego. Tomá. —Le ofrece unas servilletas de papel—. Limpiate esa mano. ¿Viste qué ironía, no? A veces la realidad le toma la leche al gato.
—A ver si paran un poco las dos viudas —dice, desde una mesa, un grandote arrugado con un chop en la mano—. Este como jugador habrá sido un fenómeno, no lo niego, pero como persona…
—¿Pero qué te pasa, salame? —dice Augusto que gira la cabeza pero no el cuerpo—. A ver, decime… ¿vos siempre tuviste el ropero con ropa limpia? ¿Qué sos, impoluto? Para juzgar, no solo al Diego sino a cualquier mortal, tenés que sacarte la pelusa del ombligo. Y después hablamos. Escuchá y avivate —Se levanta, abre los brazos—: Juan 8:1-7, escuchá bien:
“Y Jesús se fue al monte de los Olivos, y por la mañana volvió al templo, y todo el pueblo vino a él; y sentado él, les enseñaba. Escribas y fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo. Y como insistieron en preguntarle, se enderezó y les dijo: el que de ustedes esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella”.
El goteo de una canilla acentúa el silencio. Augusto se chupa la sangre de los nudillos, ordena que le sirvan otro trago igual, después otro, y varios más. El grandote paga y se va. Ya es de noche cuando Augusto se levanta para irse. El Polaco le aconseja no salir. Afuera está muy peligroso, le dice. Pero él ni pelota, sale a la calle como un toro enjabonado. Todo le da vueltas. Unos pibes que revuelven la basura lo reubican en esa desolada avenida de Buenos Aires en tiempo y espacio. Busca un lugar donde guarecerse de la tormenta que le trajo la noticia, pero todo está cerrado. Todo es luto. La ciudad llora desconsoladamente. Se jura: Este ñato me va a oír, este ñato me va a oír, carajo. Augusto se siente una esponja usada, un molusco a contramano. Su cielo ha entrado en cortocircuito y el agua en sus medias. Camina sin rumbo hasta que ve una gran puerta verde abierta. Entra. La oscuridad lo engulle, cree oír voces. Camina ladeándose, tantea. Ve una luz en el fondo, y tambaleante se dirige hacia ella murmurando: Vas a escuchar lo que tengo para decirte, infeliz, vas a ver. Te digo más… Si algún día me topo con vos en un desierto, te ofrezco una anchoa, te lo juro por vos. Le viene a la mente el gol de El Diego a los ingleses y el relato de Victor Hugo. Embebido en esa oscuridad, abre la boca para gritar goool goool, hijos de puta, goooool;pero, eyectado desde la mismísima tráquea, le sale un llanto hueco y sordo. Sin darse cuenta, se apoya en una puerta y esta se abre. Entra. Y oootra vez arranca: Quiero ver tu cara de nada cuando te lo pregunte, ya vas a ver.
En un rincón, junto a un perchero, hay un espejo con una luz diminuta arriba. Camina hasta ahí. Saluda al que ve del otro lado, el Otro le guiña un ojo. Como puede, abre otra puerta que lo lleva a otra por donde apenas pasa una persona. Augusto aparece en un escenario, está en la escena: una guillotina, un verdugo y un condenado. El verdugo le dice al reo si quiere decir sus últimas palabras.
—Sí, claro. Dios, ayudame —suplica—, no dejes que me hagan esto, por favor. Te lo ruego, Mi Señor, ayudame, ayudame, por favor.
Empapado y tambaleante, Augusto le saca la máscara al verdugo, le pega una patada en el culo y levanta la cuchilla superior de la guillotina. El público hace un silencio esférico, malicioso. Augusto ayuda al condenado a levantarse, lo abraza, parecen danzar. A la distancia, el verdugo le hace gestos a alguien que está fuera de escena. Acto seguido discute con el reo. Augusto, al lado, escucha manteniendo el equilibrio. Los actores le piden disculpas al público y salen de escena, un par de aplausos altruistas los acompaña. Augusto levanta la máscara del piso y se la calza. Ubica la cabeza en la guillotina:
—Hola, Gran DT…, ahora soy yo. Ayudame, sí, pero a ahogar esta tristeza. No puedo más… Y no le hagas caso a nadie, vos ya sos grande: hacé lo que tengas que hacer, total, ya manchaste la pelota, me da lo mismo. Pero, esperá: antes quiero hacerte una pregunta. ¿De qué sirve tu experimento acá abajo, si te llevás un hijo cada dos mil años?
Suena música de arpas, y el público aplaude de pie. Un rayo pega en el techo del teatro, de inmediato el cable principal del tablero de luces se columpia por toda la sala. En estampida la multitud busca escapar por cualquier lado: tarde, el fuego los inunda en manada. A los pocos minutos, el teatro es un enorme cenicero humeante.
Mientras tanto, Augusto y los espectadores ovacionan de pie a un nene de 60 años que le hace jueguito al dueño del Gran Teatro, que mientras lo observa llora y se ríe, sin saber por qué.
Texto: Luis Duarte (*)
Adaptación: Marcelo Cotton y la producción de “Narrativa radial”
Difusión y gestión: Stella Roque
¿Recordás qué estabas haciendo el 25 de noviembre de 2020?
Augusto, empleado, y a semanas de cumplir sesenta años, cumplía con su trabajo cuando oye la noticia en la radio. A partir de ese instante su mundo naufraga por el tobogán del recuerdo, se agita entre imágenes que lo sumergen en una inmensa nube de pensamientos desatados.
Entonces se le impone la pregunta del millón: ¿Por qué?
Augusto supuso que podía hallar alguna respuesta que sosegara su espíritu si se lo preguntaba directamente al dueño del circo.
Hay momentos en que la realidad cachetea a mano abierta y te permite seguir dando vueltas en su calesita, sólo porque todavía no posó los ojos sobre vos… Dale tiempo.
(*) Luis Duarte, escritor, nació en Lanús en enero de 1969. Publicó cuatro libros de cuentos:
“La herradura de Freud”, “Fósforos gemelos”, “Latigazos del Azar“ y “Los guantes de Zaratustra”.
Trabaja en la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires.